sábado, 17 de octubre de 2015

EL MUSEO DE CERA

El Marqués de Villa Rica, es un hombre del pasado, un ser anacrónico, arquetipo de una aristocracia que se niega a desaparecer. Un día sorprende a su bella y joven esposa, Gertrudis Velasco, una criolla adinerada, en adulterio con su profesor de piano, un artista de medio pelo con veleidades subversivas, del que tendrá una hija, Giulietta.
Sin apenas inmutarse, luego de expulsar a la pareja infiel, encarga a un escultor, que en sus años parisinos hacía esculturas que se exhiben en un cementerio para perros, que reproduzca la morbosa escena, con figuras de tamaño natural e idénticas a las protagonistas, incluído él mismo en el momento de tan comprometido descubrimiento.
El relato se sitúa en una época más o menos contemporánea, pero cargado de los anacronismos del Marqués, que viaja en calesa y viste levita, mientras los elementos del mundo actual le van cercando (automóviles, televisión e incluso los usos sociales). Con un poso que recuerda al realismo mágico por lo atemporal, mítico y legendario del entorno, el libro es todo él una pura alegoria que retrata la decadencia de una clase, desde la conmiseración que le produce al autor, la misma que siente por los revolucionarios que ocupan el palacio del Marqués y la propia cocinera de este, que acabará llevando el timón de las propiedades de su antiguo señor, tras despojarle sin rubor. Esas clases sociales inferiores, que cuando desalojan a las otras, lo único que quieren es vivir como vivían ellos, hasta que llega la contrarrevolución y todo vuelve a su estado anterior. No así para los que han quedado en el camino, el mismo Marqués, que sufre un síncope y es atendido por Gertrudis, de la que nunca se separó oficialmente, la única que le echa una mano cuando cae en la sima del olvido y sus propios correligionarios reniegan de él por su poca firmeza en oponerse a los revoltosos. Y es que el Marqués considera que aquello ya no va con él, que su mundo ha desaparecido para siempre, no quiere saber nada de lucha de clases, ni de preservar valores inmemoriales.
Lo mejor de Jorge Edwards (Premio Cervantes 1999) se concita en esta novelita, su espíritu reflexivo, su capacidad de fabulación y narración mediante un estilo fluído y un lenguaje muy rico de referentes simbólicos.




2 comentarios:

  1. Ese extraño placer que produce recordar algo realmente doloroso. Aunque no hace falta la cera, ya está la memoria para ello.

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